Icaria, Icaria... by Xavier Benguerel

Icaria, Icaria... by Xavier Benguerel

autor:Xavier Benguerel [Benguerel, Xavier]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Drama, Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1974-11-15T00:00:00+00:00


* * *

—Y con eso, ¿qué?

Entre las manos de Claudia, tus ya amarillentos pañales tienen un aire, no sabes por qué, de confusión, de error; no le sientan bien; los chalecos, sí. Lo guardaba todo, ¿verdad? También el traje dominical de tu padre, de color deslucido, abrillantado por innumerables pasadas de plancha; algún sábado, antes de irse a acostar, todavía lo cepillaba y, con grandes miramientos, lo colgaba en el armario. ¿Me ayudas, Clemente? Vamos a levantar la cama. Santiago está en todo, sirve para todo… Tráete las tenazas. La cama, como misteriosamente solitaria, recelosa… ¿Eres tú, Clemente? Sí, madre. Rara vez te preguntaba de dónde venías. Cómo se han oxidado los tornillos, darán que hacer… Aquí nací yo. A mi padre le tendimos en su lado: tenía ganas de descansar, de olvidarlo todo. Esto al saco del trapero. «Esto» es la jaula vacía, de cuando Badosa nos regaló el canario; corre, Clemente, me he olvidado del alpiste. Cantaba poco, muy poco, se pasaba las horas alicaído, encogido. Néstor subió a visitarlo. Néstor, cafetero de los «Federales», hablaba como los diccionarios: Mala señal, ¿veis?, le cuelga la moquita, se le formó un velo escamoso en la boca, y tanta tristeza resignada indican su dolencia: Pepita, no falla… Y de esta palangana desconchada ¿qué? Al trapero, ¿verdad? Algún domingo, a primera hora, mi madre calentaba una olla de agua y con ella mi padre se lavaba los pies. La tabla de planchar la dejo en el recibidor, pasaremos a buscarla con lo demás esta noche… Fíjate, Clemente, ¡hasta eso guardaba! Sí, la caja de cartón con la pelota de goma, la tartana de la feria y el silbato. Jugabas a trenes, sostenías a medio vuelo la falda del delantal, como una cola de gallo: era el furgón, tocabas una campana imaginaria y arrastrabas los pies para imitar el fragor de las ruedas, viajabas de arriba abajo del piso: el silbato se parecía al de las viejas máquinas de la estación del Norte. ¡Hijo, que me aturullas! Era obligatorio tocar el silbato a la entrada de los túneles, al pasar por los puentes, en los pasos a nivel, al llegar a las estaciones, al salir de ellas… Te lo esconderé para que no lo toques más. O fregaba, o cosía, o remendaba, o trajinaba en la cocina, o lavaba, o planchaba la ropa… Había muerto tal y como había vivido, sin molestar; la hija de Silvia fue a avisarle a la fábrica: a doña Elvira le ha dado un ataque. De hecho no había estado nunca sana; enferma de veras, tampoco: justamente hacía unos días, mientras esperabas a Santiago, te enamoraste del pañolón de lana negra con franjas y fleco gris perla del escaparate de la tienda de doña Paulina. Podría regalársela por Navidad, pensaste, es friolenta, lo era; a escondidas, para no verse tan vieja, usaba mitones. ¿Un ataque? Fuiste corriendo a casa. Y tenías miedo, mucho. ¿No habéis llamado al médico? Sí… Ya estaba muerta. A primera vista costaba creerlo. Ocupaba poco espacio, poquísimo; claro, la cama era una gran cama de matrimonio.



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